Desde el templo del Lucero: Una mirada a la Sanlúcar ilustrada a través de un relato de Luis de Eguilaz.

miércoles, 21 de agosto de 2024

Una mirada a la Sanlúcar ilustrada a través de un relato de Luis de Eguilaz.

 

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Ana Gómez Díaz-Franzón*

 

Resumen: A través del relato El poeta y el fraile, publicado por el escritor sanluqueño Luis de Eguilaz en 1870, el autor nos conduce a la Sanlúcar ilustrada de finales del siglo XVIII y principios del XIX, para dar a conocer ciertos hechos históricos acaecidos en la ciudad. A más de unas pinceladas sobre su Sanlúcar natal, Eguílaz nos narra, siguiendo la tradición oral, algunos recuerdos personales. Evoca la gran afición a la botánica de sus abuelos maternos y las relaciones de éstos con importantes científicos de la época; la estancia en la ciudad de varios “ilustres desterrados”, como Tomás de Iriarte, la duquesa de Alba o el torero Jerónimo José Cándido; y finaliza contando el desencuentro que se produjo entre el prior del convento de capuchinos (Pico de oro) y el poeta Tomás de Iriarte, cuyo hecho da título al relato. Se ha contextualizado esta época en Sanlúcar y a los personajes que protagonizan la narración.

Palabras clave: Luis de Eguílaz, Sanlúcar de Barrameda, Tomás de Iriarte, José Jerónimo Cándido, duquesa de Alba, convento de capuchinos de Sanlúcar, Siglos XVIII y XIX.

 

 

Introducción. 

Retrato de Luis de Eguílaz en 1864 (La Gran Vía, 20-agosto-1893).

El célebre dramaturgo, novelista y poeta Dámaso Luis María Martínez de Eguílaz (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 20 de agosto de 1830 – Madrid, 21 de julio de 1874), que adoptó como nombre literario “Luis de Eguílaz”, nació en Sanlúcar, hijo del riojano Dámaso Martínez de Eguílaz y la gaditana Luisa Martínez de Eguílaz[1].

En esta ciudad transcurrió su infancia hasta que, hacia 1843, su familia se trasladó a la vecina ciudad de Jerez de la Frontera. Allí Eguilaz estudió bachillerato en el Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, donde sus aficiones literarias fueron impulsadas por uno de sus maestros, el humanista Juan María Capitán. A los catorce años escribió su primera obra, la comedia Por dinero baila el perro, que fue representada en Jerez (1844). Durante aquella etapa estudiantil, Eguilaz trabó una férrea amistad con el jerezano Diego de Luque, destacado escritor y director teatral, quien le acompañaría toda su vida.[2]

A la muerte de su padre, en 1849, la familia se trasladó a Madrid donde Eguilaz inició los estudios de Derecho. Protegido en la Corte por Eugenio de Ochoa, Eguilaz estrenó en 1853 Verdades amargas con gran éxito, que convirtió al autor en uno de los autores más populares de la época. De las treinta comedias que escribió la que logró mayor éxito de público fue La cruz del matrimonio, que se representó durante setenta noches consecutivas en el teatro Variedades de Madrid[3]. Sus obras abordan los cambios políticos, económicos y sociales de la segunda mitad del siglo XIX.

De carácter afable, educado y generoso, Luis de Eguilaz fue un profundo observador de la realidad española de su tiempo, que quedó plasmada en sus obras, donde pone de relieve el protagonismo social de la burguesía decimonónica en sus dramas de costumbres burguesas[4]. Prolífico autor, escribió comedias, dramas, poesías, relatos y novela histórica. También colaboró en diversos periódicos, participando de las controversias de su tiempo. En 1870 Eguilaz fue nombrado director del Archivo Histórico Nacional, en cuyo puesto murió, a causa de la enfermedad que le aquejaba. Casado con Balbina Renart, quedó muy pronto viudo, y su única hija, Rosa de Eguíiaz y Renart, continuó las tareas literarias de su padre[5], como periodista y dramaturga.

Casa natal de Luis de Eguilaz en la calle de su nombre.

Promovido por José Hidalgo y Millán González, el Ayuntamiento de Sanlúcar hizo un homenaje a Luis de Eguilaz en 1889. Se rotuló entonces la calle que lleva su nombre en el Barrio Alto, y se colocó en la fachada de su casa natal una lápida conmemorativa, que aún perduran. Se celebró una procesión cívica, función de gala, recital poético y otros actos en honor del dramaturgo sanluqueño. Además, existió un cine de verano con su nombre en el paseo de La Calzada desde 1877.[6]

En 1870, Luis de Eguilaz publicó, en el periódico El País, el relato El poeta y el fraile, subtitulado “Memorias del tiempo de Carlos IV”, que sería de nuevo publicado en 1874, año de su muerte, en el Almanaque de E. Juliá, cuyos textos presentan ligeras variantes[7].

La narración, subdividida en once breves capítulos, se desarrolla en Sanlúcar, en las últimas décadas del siglo XVIII y principios del XIX, cuando esta ciudad era un reconocido centro de reposo para el restablecimiento de diversas enfermedades, sobre todo por suavidad climática, la toma de las aguas ferruginosas procedentes de sus veinticinco manantiales y los baños de mar, que motivó la estancia en Sanlúcar de importantes personalidades españolas.

El relato de Eguilaz nos sumerge en una Sanlúcar ilustrada, donde un círculo de aristócratas y burgueses, agrupados en torno a la Sociedad Económica de Amigos del País, fundada en 1781 (la primera de la actual provincia de Cádiz), se afanaban por conseguir reformas en la agricultura y vitivinicultura, mejorar la educación y propiciar el despunte industrial de la ciudad. Este grupo de ilustrados consiguieron del favor real, a través de su primer ministro, Manuel Godoy, un conjunto de importantes concesiones, como la creación de la extensa provincia de Sanlúcar, un Consulado independiente de Sevilla, la habilitación de su puerto para el comercio internacional, un Jardín Botánico de Aclimatación, o el inicio del nuevo trazado de la carretera Sanlúcar-Jerez; además de un proyecto para erigir un monumento neoclásico en el puerto, que exaltaría la libre navegación por el río Guadalquivir promovida por Carlos IV, que se quedó en ciernes.[8] Lamentablemente, todos estos avances se vieron truncados con el estallido de la Guerra de la Independencia y la caída de Godoy,

Los cuatro primeros capítulos del relato los dedica Luis de Eguilaz, a describir la ciudad de Sanlúcar de Barrameda, mediante unas breves pinceladas, aludiendo a su gran antigüedad. También evoca los recuerdos de su infancia en la casa de sus abuelos maternos, a los que alaba y dignifica. Le siguen algunas referencias a importantes personalidades que, según el autor, sufrieron destierro en Sanlúcar, como Tomás de Iriarte, la duquesa de Alba o el torero Jerónimo José Cándido. Por último, Eguilaz narra, siguiendo la tradición oral que había escuchado a los mayores en Sanlúcar durante su infancia, la anécdota sucedida entre el poeta Tomás de Iriarte y el prior del convento de Capuchinos de Sanlúcar, que da nombre al título del relato.



Tanto los hechos narrados como las personalidades mencionadas, en este relato histórico de Luis de Eguilaz, pertenecen al contexto de la España ilustrada de finales del siglo XVIII y principios del XIX que, por diferentes motivos, residieron en Sanlúcar por algún tiempo. No todas las noticias que ofrece el autor son exactas, pues escribe, según se encarga de remarcar el propio autor, recordando lo que le habían contado los mayores en Sanlúcar durante su infancia, siguiendo la tradición oral. Si bien, Eguíiaz ofrece interesantes y curiosas noticias históricas, desconocidas hasta el momento, sobre los protagonistas; el ambiente en que se mueven los personajes en Sanlúcar, y algunos hechos inéditos.  Las inexactitudes detectadas serían debidas a posibles fallos de su memoria (como él mismo confiesa), así como al estado en que se hallaba la historiografía en el momento en que escribe Eguilaz, en 1870, las cuales han sido actualizadas con posterioridad.

 

1.              La Sanlúcar de Eguilaz.

Luis de Eguilaz dedica el primer capítulo de su relato a describir su ciudad natal, Sanlúcar de Barrameda, lugar donde ocurrió el hecho central de la narración. Ensalza su especial ubicación geográfica, en la desembocadura del Guadalquivir, y su antiquísima historia. Llama la atención que a la torre del homenaje del medieval castillo de Santiago (1477-1478) -en el relato llamado “castillo del Albaicín”, como se denomina la zona donde se ubica la fortaleza- le atribuya un origen romano o cartaginés, así como la presencia en el escudo de la ciudad de la nao Victoria, cuyo dato no es correcto. Dice Eguilaz:

“Orillas del Guadalquivir, donde la soberbia del gran rio, engendrada con la humildad de sus afluentes, encuentra término en la inmensidad del Atlántico, allí vi la luz primera y aprendí de boca de los que eran viejos cuando yo niño, los sucesos que voy a relatarles.

Alzase sobre las barrancas que el rio y la mar embravecidos formaron en inmemorial cataclismo, la antiquísima ciudad de Sanlúcar de Barrameda, visitada, en época para nosotros prehistórica, por Amnon el fenicio, descendiendo por rápidas pendientes a la playa y desarrollándose en su extensa llanura. Viñedos por esta parte, huertas por la otra, naranjales acá, arboledas allá, selvas inmensas de pinos en lontananza, dilatadas y tristísimas marismas en los límites del horizonte, esto y el mar, que se extiende con anchurosa grandeza, es lo que la vista abarca desde la gran torre romana o cartaginesa del castillo del Albaicín, erigido en la Edad media alrededor de dicha torre por el poder señorial de los Guzmanes.”

[…]

“Corrían los menguados años del reinado de Carlos IV, no sé bien si los últimos del pasado siglo, si los primeros del presente, que a precisarlo no alcanza la tradición oral hasta mi llegada; y esa Sanlúcar de Barrameda, que un día vio partir la tercera expedición de Colon y ostenta en sus armas la nao Victoria, […].”

 

2.              Sus abuelos maternos.

Eguilaz dedica el capítulo IV a evocar la casa de sus abuelos maternos y ensalzar sus figuras, hacendados y aficionados a la botánica, de los que confiesa sentirse orgulloso.

 

Casa de los abuelos de Luis de Eguilaz, en calle Caridad, frente a la basílica menor
de Ntra. Sra. de la Caridad, donde estuvo alojado Tomás de Iriarte.

            Esta casa, que aún se conserva, aunque bastante modificada y subdividida, se encuentra frente a la basílica menor de Ntra. Sra. de la Caridad, Patrona de Sanlúcar. Allí vivían los abuelos del autor, Juan Antonio Martínez de Eguilaz (1755-1828) y María Josefa de la Piedra (1775-1858). El primero, de origen riojano y dedicado al comercio con Indias, destacando ambos por su afición a la botánica y la vitivinicultura, como señala Eguíiaz: “tan competentes en botánica como los primeros sabios de su tiempo”. Aunque Eguilaz destaca la labor de su abuelo en este campo, la historiografía reciente ha resaltado más el desempeño su abuela, Josefa de la Piedra. Respecto a la casa, Álvaro Girón y Jesús Barquín han escrito: “Al parecer, algunos de los citados hombres de ciencia tuvieron la ocasión de residir largas temporadas en su domicilio sanluqueño, constituyéndose esta familia y su casa en una suerte de centro de estudios para la Botánica y la Agricultura.”

Luis de Eguilaz atribuye a su abuelo no sólo el haber inspirado, a través de su experiencia práctica, la obra de Rojas Clemente, Ensayo sobre las variedades de la vid común que vegetan en Andalucía, “una de las cumbres de la ampelografía, no sólo en España, sino de todo el mundo”[9], sino también la aclimatación del plátano en Andalucía y la introducción, en la comarca sanluqueña, de la variedad de uva llamada Martinezii, como la bautizó Clemente en honor de Martínez de Eguilaz. Asimismo, Eguilaz asigna a su abuelo haber extendido el cultivo de la papa o patata, cuya introducción por Sanlúcar se debe al mecenazgo de la duquesa de Alba, residente en Sanlúcar pocos años antes. y a Lucas Marín Cubillos, de la Sociedad Económica[10].

Se desconoce si fue Martínez de Eguilaz el “inspirador” de la obra ampelográfica de Simón de Rojas Clemente, como señala Eguilaz, aunque lo que sí está demostrado que fue un eficaz informante , cuya colaboración agradeció Rojas Clemente denominando a una de las variedades de vid como Martinecia o Martinezii [Martinecii][11], que Rojas Clemente dedicó a “Don Juan Antonio Martínez de Eguilaz que la cultiva entre otras variedades muy raras y preciosas, cuyas descripciones he ilustrado con las noticias que se sirvió comunicarme generosamente.”[12] Por su parte, el destacado botánico Esteban de Boutelou califica a Martínez de Eguilaz como un “hacendado, inteligente, y muy celoso de los adelantamientos rurales.”[13]

Así se refiere Eguilaz a su abuelo en el relato:

“Hay en la esquina de la cuesta de la Caridad y calle del mismo nombre, frente a la iglesia en que se rinde culto, bajo esta hermosa advocación a la Virgen María, un caserón antiguo, que conozco a palmos, porque en él habitaba mi difunta abuela materna, doña María Josefa de la Piedra, en cuya compañía he pasado largas temporadas de mi niñez. No sé si en esta casa, o en la que hoy forma la parte principal del palacio que habitan los ilustres e ilustrados duques de Montpensier, dio larga hospitalidad más tarde mi abuelo D. Juan Antonio Martínez de Eguilaz a Rojas Clemente, Abadía (Alí-Bey el Abasí), y otros eminentes naturalistas que acudían a Sanlúcar, más que a estudiar su naciente jardín de aclimatación, fundado por Godoy, a deshacer duda acerca de la flora andaluza con el trato de mis abuelos, tan competentes en botánica como los primeros sabios de su tiempo.

Allí escribió el inmortal Rojas Clemente su célebre Tratado de la vid [Ensayo sobre las variedades de la vid común que vegetan en Andalucía] dando de mano para ello a un infructuoso trabajo sobre los musgos de Irlanda, y produciendo un libro útil y ajeno a vanas teorías, inspirado en las ideas prácticas de mi abuelo, que contaba como sus mayores timbres de gloria la introducción de una variedad de uva, que aún hoy de su apellido se llama martiniega, la extensión del cultivo de la papa o patata y la aclimatación del plátano en Andalucía, alguna de cuyas civilizadoras conquistas se ven escritas en la losa de su sepulcro, a la manera que en los de los héroes de la guerra se mencionan las batallas que ganaron. Más, perdona, lector, si estos nobles recuerdos de ascendientes, con que me enorgullezco, me hacen olvidar el antiguo caserón frontero a la iglesia de la Caridad, donde aún creo que no te he dicho que a su llegada a Sanlúcar se aposentó el ilustre desterrado D. Tomás de Iriarte.”


Lápida sepulcral de Juan Antonio Martínez de Eguilaz, abuelo del dramaturgo, en la ermita de San Antón del cementerio de Sanlúcar. (Imagen cedida por Salvador Daza Palacios).

A pesar de lo escrito por Eguilaz, en la lápida sepulcral de Juan Antonio Martínez de Eguilaz, que aún se conserva en la capilla del cementerio de Sanlúcar (ermita de San Antón), no se alude a estos logros agronómicos y botánicos, si bien se hace referencia a su amor y dedicación a la Agricultura. se puede leer (grafía actualizada):

 “Aquí reposan las frías cenizas de D. Juan Antonio Martínez de Eguilaz y Dávalos. Nació en Logroño el 24 de junio de 1755 y falleció en esta ciudad el 1 de noviembre de 1828, después de 52 años de mansión en ella. La inocente vida agrícola fundó siempre su primordial delicia en sumo grado sensible. Amante de nuestra sagrada religión, benéfico, humano, padre de los menesterosos, consuelo de los afligidos. El mayor júbilo de su corazón fue propender a la dicha de sus semejantes. Modelo de los esposos, tierno y cariñoso padre, mejor hijo aún. En su pecho jamás las horribles pasiones que devoran al género humano tuvieron acogida. Sus costumbres fueron las más puras y patriarcales.  

A su memoria, su esposa e hijos agradecidos consagran esta lápida.

¡Hijos de Sanlúcar regad como ellos con tiernas lágrimas este lúgubre monumento, envidiemos su suerte: que el justo Ser Supremo, piadosamente debemos creer habrá premiado su cristiana vida en las mansiones celestiales!”


Por su parte, la abuela de Eguilaz, María Josefa de la Piedra [Lapiedra, La Piedra] se consideraba discípula de Simón de Rojas y éste la veía como una alumna sobresaliente. Respetada entre los científicos de la época, mantuvo una interesante correspondencia e intercambio de plantas con el propio Rojas Clemente, Lagasca, Badía, Ramón Chimioni, los hermanos Boutelou, y otros eminentes botánicos, siendo nombrada, hacia 1817, corresponsal del Real Jardín Botánico de Madrid.[14] Josefa de la Piedra también tradujo, hacia 1837, la Memoria del cultivo del tabaco del francés Jean Michel Sarrasin (inédita), aunque “no es una traducción directa de la obra sino una versión comentada, en la que la autora recoge los resultados de las experiencias realizadas por su marido, Juan Antonio Martínez Eguilaz, sobre semillas procedentes de La Habana recibidas en Sanlúcar en el verano de 1820.”[15]

Lapiedra Martinezzi. en Flora Ibérica.


 Lapiedra martinezii, popularmente llamada "Flor de la estrella", denominada en honor de los abuelos de Luis de Eguilaz. (Imagen: Wikipedia).

             Mariano Lagasca [La Gasca], director del Real Jardín Botánico de Madrid, en su obra Genera et species plantarum (1816) describió un nuevo género monoespecífico denominado Lapiedra, en honor de la botanófila gaditana[16], cuyo axón, Lapiedra martinezii, es conocida popularmente como “flor de la estrella” o “narciso”.[17]

Aunque la historiografía tradicional había entendido que el Jardín Botánico “Príncipe de la Paz” de Sanlúcar  había sido destrozado por completo, tras la caída de Godoy, como se está poniendo de manifiesto más recientemente[18], el Jardín sanluqueño siguió funcionando, aunque bajo mínimos. En el Trienio Liberal se intentó su resurgimiento. Así se constata en la carta que Josefa de la Piedra escribe a Rojas Clemente, en 1820 -año en que se reconstituye la Sociedad Económica-, con motivo de su elección como diputado a Cortes. En esta misiva Josefa le comunica a Clemente que su esposo, Martínez de Eguilaz, le encarga que le recuerde que “no olvide vm este Jardín de aclimatación: el pobre de Delgado -Esteban Delgado, Jardinero Mayor del Botánico de Sanlúcar- está en la mayor indigencia, pues no le pagan hace mucho tiempo.”[19] Con la vuelta de Femando VII, el Jardín terminó por arruinarse. También por otra carta de Josefa de la Piedra a Rojas Clemente conocemos que, aunque Francisco Terán tuvo que exilarse en Francia a la caída de Godoy, volvió a Sanlúcar en 1826.[20]

Eguilaz expresa sus dudas, en el párrafo ya citado, sobre si el célebre botánico Simón de Rojas Clemente, durante su primera estancia en Sanlúcar, en 1803, había residido en esta casa de sus abuelos o en otra cercana casona, situada en la calle Caballeros, donde vivía entonces el ex alto funcionario, hacendado y vinatero Francisco de Paula Rodríguez (1755-1811)[21], cuyo caserón dieciochesco sería adquirido más tarde, en 1853, por los duques de Montpensier para integrarlo en su palacio de verano, tal como señala Eguilaz, cuyo trazado barroco aún se conserva.

Rojas Clemente define esta casa y a su primer anfitrión en Sanlúcar, cuyo nombre omite, como la "casa de un labrador riquísimo que habita en un Palacio y tiene las mejores bodegas del Mundo. Todos los de la casa son muy instruidos y virtuosos, por consiguiente, tan felices como merecen. No es para escrito ni hablado cuanto me han favorecido: el Dueño se despidió de mi llorando."[22] Aunque la mayoría de los autores afirman que este primer alojamiento de Rojas Clemente fue la casa de Francisco Terán [Theran], destacado hacendado, miembro de la Económica, hombre de la mayor confianza de Godoy en la ciudad e Intendente de la recién creada Provincia de Sanlúcar, en cuya “casa del Intendente”[23] se instaló Clemente durante su segunda estancia en la ciudad, en 1807, para dirigir el Jardín Botánico de Sanlúcar, bien podría tener razón en sus dudas Eguilaz y Rojas Clemente pudo hospedarse en 1803 en casa de Francisco de Paula Rodríguez, implicado en todas las reformas ilustradas llevadas a cabo en la Sanlúcar de aquellos años, en cuya casa también se alojó José I, y a quien Esteban de Boutelou alaba generosamente en Semanario de Agricultura y Artes de 1808; y agradeció su colaboración para su Ensayo: “No debo pasar en silencio que en sus instructivas conversaciones, especialmente en las de los Señores D. Francisco de Theran y D. Francisco de Paula Rodríguez, he adquirido muchas de las noticias que se hallan en esta memoria.[24] Además, la dirección del Jardín Botánico estuvo a cargo de una comisión gestora, compuesta por Francisco Terán, Juan Antonio Martínez de Eguilaz y Francisco de Paula Rodríguez.[25]

Junto a Rojas Clemente, director científico del Jardín Botánico de Sanlúcar, estuvo en Sanlúcar el célebre botánico Esteban de Boutelou para diseñar el mismo Jardín de Aclimatación, quien raramente no aparece citado en el relato de Eguilaz, escribiendo por entonces su famosa Memoria sobre el cultivo de la Vid en Sanlúcar de Barrameda y Xerez de la Frontera (Madrid, 1807). Por otro lado, no se tienen noticias que estuviese en Sanlúcar el contemporáneo Domingo Badía y Leblich, también conocido como “Ali Bey” tal como menciona Eguilaz, pues éste, tras haber viajado con Rojas Clemente por Francia e Inglaterra, para cumplir ambos una misión secreta relacionada con los planes de colonización del norte de África por Godoy, se separaron cuando llegaron a Cádiz, en 1803, siguiendo Badía su trayecto hacia África y Rojas Clemente se encaminó a Sanlúcar, donde residió ocho días hasta que recibió desde Madrid el encargo para hacer el estudio de la Historia Natural del Reino de Granada. Rojas Clemente recuerda, en su obra Ensayo sobre las variedades de la vid común, aquellos días en Sanlúcar como “los más felices de mi vida.”[26]

 


3.              Los “ilustres desterrados” en Sanlúcar.

En el capítulo segundo del relato El poeta y el fraile, Luis de Eguilaz se ocupa de algunos importantes personajes de finales del siglo XVIII y principios del XIX, que sufrieron la pena de destierro en Sanlúcar.

El autor considera que no había lugar mejor que Sanlúcar, “la Siberia española”, para sufrir un destierro:

[…] [Sanlúcar] rincón oscuro y escondido en el último confín de Andalucía, pueblo alejado del humano trato por su casi absoluta falta de comunicaciones, y por lo tanto, lugar indicado de destierro para unos gobernantes, si suspicaces y arbitrarios, dulces en el castigo y benévolos en la represión, no sabré deciros si por miedo, si por natural efecto de carácter. Ello es que la risueña Sanlúcar, la templada y abundante ciudad del Lucero, era por los tiempos de que voy hablando la Siberia española, donde unas veces el capricho de María Luisa, otras el mal humor de Godoy, nunca la voluntad del pobre hombre que se sentaba en el trono, confinaban a todo aquel que hubiera osado hacer o pensar algo que no estuviese en completa consonancia con las ideas tenidas por sanas en aquella corte, que de todo menos de sana tenía.”

Entre estos desterrados[27], Eguilaz dedica mayor atención a Tomás de Iriarte (Puerto de la Cruz, Santa Cruz de Tenerife, 1750 – Madrid, 1791)[28], reconocido fabulista, poeta, dramaturgo, músico, traductor y polemista literario, por ser, además de uno de los “desterrados”, uno de los protagonistas del relato. Iriarte está considerado como “uno de los ilustrados y neoclásicos más brillantes y representativos de su época”[29], llegando a serel poeta más famoso de la corte”, siendo su obra más conocida Fábulas literarias (1782).

Retrato de Tomás de Iriarte (c. 1785), por Joaquín Inza (Museo del Prado)

Sabemos, por distintas fuentes, que Iriarte permaneció gran parte del año 1790 en Sanlúcar[30], un año antes de su muerte, buscando alivio a sus ataques de gota, que sufría “desde los veintiocho años y le llevarán a la tumba.”[31] En Sanlúcar Iriarte “encontraba la paz y aprovechó para componer varias de sus obras”[32]. Durante su estancia en la ciudad residió en la citada casa de los abuelos de Eguilaz, según este autor.

Desde Sanlúcar mantuvo correspondencia con sus amigos de Madrid, en especial con María Josefa Alonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente. Por ejemplo, en un festivo romance que le escribe Pedro Gil -posiblemente Pedro Gil de Tejada, allegado a la Casa de Osuna-, además de darle noticias de la Corte, se refiere a su destino sanluqueño y a las muchachas de Sanlúcar, animando al poeta a alguna aventura amorosa:

“(…)

Con grande contentamiento

de que te pruebe esa tierra

tan perfectamente que

no tengas de tu gotera

el más pequeño derrame,

la sensación más ligera,

ni el más remoto retoño

en pecho, brazos o piernas.

Así podrás sin zozobra

soltar un poco la rienda

del retozo con las chuscas

y majas sanlucareñas.


Pero mira que conozco

los efluvios de esa tierra,

donde en otro tiempo estuve

y aprendí por experiencia

que la más sosa mujer,

sin eslabón ni pajuela,

echa debajo del agua

chispas por la gurupera.


Pero tú, que siempre has sido

non plus ultra en la materia,

sabrás acordar tu gota

con tu poca continencia.

[…][33]

En la ciudad del Guadalquivir, Iriarte también se alejaba de las varias polémicas que sostuvo con otros escritores en Madrid (López de Sedano, Forner, Samaniego…). En Sanlúcar escribe, para la condesa-duquesa de Benavente - Josefa Alfonso Pimentel, duquesa consorte de Osuna-, la comedia El don de gentes, cuya acción se desarrolla en una hacienda de la Jara en Sanlúcar, ciudad que se cita en el texto en varias ocasiones[34]. Esta hacienda era propiedad entonces de Francisco de Paula Rodríguez[35]; y el juguete cómico o zarzuela en un acto como fin de fiesta, para la anterior comedia, titulada Donde menos se piensa salta la liebre[36]. Ambas obras fueron representadas en los salones del palacio madrileño de la condesa de Benavente. También en Sanlúcar escribió La librería, pequeña pieza de costumbres en un acto que fue muy representada con éxito.[37]

Iriarte también escribió en Sanlúcar, aunque Eguilaz no lo menciona, su conocida obra Guzmán el Bueno, soliloquio u escena trágica unipersonal con música en los entreactos, compuesta también por el propio Iriarte, que fue estrenada primero en Cádiz en 1790[38], de cuyo año data la primera edición gaditana; en posibles representaciones privadas en las tertulias sanluqueñas; y, por fin, en Madrid, el 26 de febrero de 1791, “obra con la que Iriarte introduce en España el género melólogo”, monólogo o escena unipersonal inspirado en el Pigmalión de Rousseau.”[39]


Banco del retablo pictórico “Genealogía de los Guzmanes”, en la basílica menor de Ntra. Sra. de la Caridad, en cuyas escenas se inspiró Iriarte para componer su obra "Guzmán el Bueno". (Imagen: artículo "El patronazgo y la corte artística de los Pérez de Guzmán en la Sanlúcar de los siglos XVI y XVII”, de Cruz Isidoro. 2017).

Según el conde de Maule, Tomás de Iriarte se inspiró, para algunas escenas de esta obra, en las pinturas sobre Guzmán el Bueno existentes en la actual basílica menor de Ntra. Sra. de la Caridad,[40] pintadas por Francisco Juanete en el siglo XVII[41], cuya iglesia se sitúa frente de la casa de los abuelos de Eguilaz, donde residió el poeta. Dice el conde de Maule:

“En el altar del crucero han colocado el árbol genealógico de la casa de Medina Sidonia (…). En el zócalo está pintada la heroica acción de la defensa de Tarifa y otras. El célebre poeta D. Tomás de Iriarte, que estuvo últimamente en esta ciudad, despertó su musa con la vista de este cuadro, componiendo la pieza unipersonal Guzmán el Bueno que hizo ensayar en su casa, llamando de Cádiz al primer galán de aquel teatro [Luis Navarro]. Después la hemos visto representar en el mismo teatro de Cádiz y en otros con aplauso.”[42]

Alonso Pérez de Guzmán El Bueno, primer primer titular del señorío de Sanlúcar, fue el fundador de la futura casa ducal de Medina Sidonia.

Luis de Eguilaz, en su relato, se refiere al destierro que sufrió Iriarte en Sanlúcar en 1790, aunque la mayoría de sus biógrafos afirman que el motivo de su permanencia en la ciudad fue la búsqueda de alivio a sus ataques de gota. Si bien una década antes de su llegada a Sanlúcar, en 1779, Iriarte sufrió un proceso abierto por el Santo Oficio de la Inquisición, que le acusó de “delitos de proposiciones y de lectura y tenencia de libros prohibidos, por lo que fue condenado a abjurar de levi y fue absuelto ad cautelam, con la obligación de cumplir determinadas prácticas religiosas”[43] (sentencia leve). Su coetáneo Menéndez Pelayo afirma, quizá siguiendo a autores anteriores como probablemente haría Eguilaz, que fue este proceso inquisitorial el que provocó su confinamiento en Sanlúcar, aunque la cronología no no coincide, según ha ajustado la historiografía posterior. Así, según Menéndez Pelayo:

“Otro incidente de diverso género amargó los últimos años de Iriarte. La Inquisición le juzgó sospechoso en sus creencias religiosas y afecto a los libros e ideas enciclopedistas, llamóle a su tribunal e impúsole cierta penitencia, que consistió, según es tradición y fama, en reclusión o destierro a Sanlúcar de Barrameda. Vuelto a Madrid, prosiguió entregado a tareas literarias hasta su muerte…”[44]

Sobre algunas alusiones a Sanlúcar, contenidas en las obras de Iriarte, Luis de Eguilaz se refiere, por ejemplo, a las molestias que sufría con el sonido de las campanas de la basílica de Ntra. Sra. de la Caridad, o las referencias a la hacienda de la Jara, donde escribió la comedia El don de gentes:

“Leyendo o escribiendo muchas veces en el mismo gabinete en que solía hacerlo el gran fabulista español, a tiempo en que las campanas de la iglesia vecina lanzaban al espacio sus vocingleras y atronadoras lenguas en alegre repique, involuntariamente he prorrumpido en el mismo apóstrofe que les dirigió Iriarte en cierta ocasión:

“Campanas, ¡oh! si con vos

cargara el diablo a dos manos,

que matáis a los cristianos,

en son de alabar a Dios.”

Estos y algunos versos más son el único recuerdo que en sus obras he encontrado de su destierro orillas del Guadalquivir: me equivoco; su comedia El don de gentes está localizada en la Jara, hermoso y pintoresco pago, que desde Sanlúcar, siguiendo la playa, se dirige a Chipiona, ya por las barrancas elevadas, ya aprovechando los pliegues del terreno y extendiéndose por la llanura hasta los parajes que el mar oculta en las mareas vivas. La escena de El don de gentes pasa en la quinta, hoy llamada de D. Francisco de Paula, que entonces pertenecía a D. Francisco Rodríguez, hombre ilustrado y generoso, que dedicó su fortuna entera a fomentar la instrucción pública[45].

Allí, o muy cerca de allí, la corriente impetuosa del rio se estrella por un lado contra las negras masas de rocas de la barra, mientras que las olas del Océano van a reventar en ellas por el otro, saltando de ambas partes torrentes de espuma en medio de ese estrépito majestuoso, voz solemne que sólo tienen las costas bravas y las grandes tempestades. Acaso Iriarte, como yo, vio allí en medio de alguna, sepultarse un buque en los abismos del Atlántico después de hacerse pedazos contra la barra; y acaso por lo que los tristes recuerdos halagan el triste corazón del desdichado, fue éste el único sitio de aquella amena campiña a que el poeta cortesano tributó un recuerdo en sus obras.”

 

Otra de las personalidades desterradas en Sanlúcar a las que se refiere Eguilaz, fue la duquesa de Alba, María Teresa Cayetana de Silva Álvarez de Toledo[46], XIII Duquesa de Alba, quien contrajo matrimonio en 1775, a los trece años, con su primo, José de Toledo y Gonzaga y Pérez de Guzmán, duque de Fernandina y futuro marqués de Villafranca y duque de Medina Sidonia. Pronto, la duquesa se convirtió en uno de los personajes más importantes e influyentes de la Corte. Gustaba del trato con la gente llana, a la que invitaba a sus fiestas organizadas en el palacio de Buenavista y durante sus frecuentes escapadas. Era conocida por su independencia y caprichoso comportamiento.

En 1795, su marido, el duque de Medina Sidonia se sumó a la rebelión iniciada por el brigadier de la Real Armada, Alejandro Malaspina, que fracasó en la intentona de expulsar de la corte a Manuel Godoy, valido del rey Carlos IV y favorito de la reina María Luisa. Este hecho parece que motivó el traslado del duque a Sevilla, donde falleció el 9 de julio de 1796. A su muerte acudió, de inmediato, la duquesa a Sevilla, continuando su viaje hasta Sanlúcar, donde pasó unos dos años, entre 1796 y 1797, cumpliendo el luto por su viudedad, según la versión oficialista.

Sin embargo, algunos autores aluden al destierro de la duquesa en Sanlúcar, en el palacio ducal de Medina Sidonia, propiedad de su esposo fallecido, tal como afirma Eguilaz, motivado bien por la rebelión del duque, bien por la constante rivalidad de la duquesa con la reina y la enemistad con Godoy.  Por ejemplo, la escritora británica Lady Holland, en su obra sobre su viaje por España, que fue escrita entre 1802 y 1804 (“El viaje por España (1802-1804) de Elizabeth Lady Holland y Henry Richard Fox, Lord Holland”)[47] señalan:

“La duquesa fue siempre objeto de celos y envidia de la gran señora; su belleza, popularidad, gracia, riqueza y rango le corroían el corazón. Poco antes de su muerte fue desterrada tres años, y el único favor que se le concedió fue la elección entre sus posesiones. Eligió residir en su palacio en Sanlúcar de Barrameda en Andalucía.”[48]

Retrato de la duquesa de Alba, óleo sobre lienzo. Obra de Francisco de Goya
en el coto de Doñana (1797). (Hispanic Society, Nueva York).

Por otro lado, Tomás Gutiérrez Larraya, en su libro sobre Goya, aunque sitúa el viaje de la duquesa y Goya a Sanlúcar en 1793 (fecha incorrecta), dedica un par de párrafos a este destierro:

“La duquesa se había puesto enfrente de la Reina María Luisa y buscaba todos los pretextos posibles para probarle su antipatía y su independencia; la Reina usó de su poder y desterró a la duquesa, que abandonó Madrid para irse a Sanlúcar de Barrameda.”[49]

“Parece ser completamente verosímil que María Teresa Alba y la duquesa de Osuna disputaron por el favor del matador Romero. Este escándalo aconteció en 1787, teniendo por consecuencia el destierro de la duquesa de Alba.» El motivo del destierro y el año en que se verificó, señalados por Mayer, no son muy exactos. Por lo que respecta al año casi todos los biógrafos dicen que fue seis años después, coincidiendo con la ida de Goya a Andalucía, y en cuanto al motivo, más bien se achaca hoy a rivalidades con la Reina. Esta suposición, a mi entender, es más lógica, puesto que ambas mujeres eran, según las han descrito los biógrafos, de unas condiciones morales muy semejantes…”[50]

Eguilaz en su relato se refiere a la estancia de la duquesa de Alba en Sanlúcar y a su gusto por los bailes de gitanos y su trato habitual con los flamencos y las clases populares. El motivo que se alega sobre su destierro debía ser metafórico, en alusión a su enemistad con Manuel Godoy:

“Allí purgó con algunos años de destierro la duquesita de Alba, de galante memoria, no obstante su belleza inmortalizada por Goya, el crimen de haberse negado a servir una jícara de chocolate a Manolito [Manuel Godoy]; y aún hay en mi pueblo natal algún gitano viejo que se ufana con haber sido sacado de pila por sus blancas y aristocráticas manos.”

“Nadie en Sanlúcar extrañó que la duquesa de Alba acudiese, como era regular, a los bailes de gitanos. ni que fuese la comadre o madrina de todos los flamencos de la comarca, cosa propia a la sazón en los de su elevada clase, si no fueron algunos hidalguillos de gotera, que desdeñados por la gran señora, sostenían sin sombra de justicia que ésta debía preferir su trato al de los hijos de Egipto; pero los frailes y demás gente sensata de la población se pusieron de parte de la duquesa, y aún hay quien dice si murmuraron o no de que el favorito desterrara a una señora, tan llana, sólo por no haber querido servirle chocolate.”

En Sanlúcar, la duquesa de Alba recibió la visita del pintor Francisco de Goya, a quien ya conociera en Madrid años antes, que no cita Eguilaz en su relato. Goya, que se encontraba en Cádiz para la inauguración de la capilla del Oratorio de la santa Cueva, el 31 de marzo de 1796[51] para el que realizó tres lienzos, debió pasar desde allí a Sanlúcar para encontrarse con la duquesa. En la ciudad pasaría algunos días, pues ya a principios de 1797 se encontraba de regreso en Madrid.

Tanto en Sanlúcar como durante la estancia de ambos en el palacio que el duque de Medina Sidonia poseía en Doñana (actual Estación Biológica), Goya realizó el retrato de la duquesa de luto en la playa de Doñana o dama vestida de negro 1797) (Nueva York, Hispanic Society), —que luce dos anillos con sendas inscripciones «Goya» y «Alba»— señala una inscripción en la arena que reza «Solo Goya», cuyo cuadro se lo quedó el pintor en su colección particular[52]También Goya pintó algunas aguadas que corresponden al denominado Álbum de Sanlúcar (o Álbum A), donde aparece la duquesa Cayetana en actitudes privadas de gran sensualidad, como durmiendo la siesta, escribiendo, leyendo, poniéndose las ligas...[53].

La duquesa de Alba con la niña María Luz entre sus brazos,
obra realizada por Goya en Sanlúcar en 1796 (Museo del Prado)

Se ha especulado suficientemente sobre la hipotética relación amorosa de la duquesa de Alba con Goya, así como el sitio donde residió el pintor en Sanlúcar. Desconocemos si Goya se alojó en el palacio de Sanlúcar o en otra casa de la ciudad (se ha apuntado a una casa en la calle de la Victoria), pues no se ha localizado documentación al respecto. Y tampoco tiene consistencia alguna la afirmación de que se quedase en una casa que poseía Godoy y su entonces amante Pepita Tudó en Sanlúcar, como han apuntado algunos autores, pues no se tiene constancia documental de que Godoy estuviese alguna vez en Sanlúcar.

La duquesa de Alba otorgó su último testamento cerrado en Sanlúcar de Barrameda, el 16 de febrero de 1797, ante el escribano Francisco de Muñagorri[54], designando herederos de sus bienes libres (no vinculados), por iguales partes, a algunos de sus colaboradores y empleados de confianza, como a su hermanastro y primo, Carlos Pignatelli de Aragón y Gonzaga, además de Ramón Cabrera, Jaime Bonell, Francisco Durán, Tomás de Verganza (mayordomo), Antonio Vargas y Catalina Barajas.

Ente los legados destaca el otorgado a una niña protegida, prohijada informal (nunca se escrituró su adopción formal), a la que no puede considerarse como su hija, tal como se ha divulgado últimamente, a raíz de la publicación de la novela La hija de Cayetana, de Carmen Posadas. La duquesa cuidó como a una hija a esta niña, que al parecer le obsequiaron unos amigos, y viajó con ella a Sanlúcar, donde la pintó Goya en el regazo de la duquesa. Se trataba de la niña mulata llamada María de la Luz, que se supone liberta, a la que la duquesa garantizó su supervivencia mediante en el primer legado de su testamento: “a mi negrita María de la Luz se le han de dar 15.000 reales por una vez, 60 rs diarios y 3.000 rs anuales para cada año de su vida”, que fue el legado de mayor cuantía entre los que aparecen en el testamento. Respecto a los demás legados a otros sirvientes de su casa, destaca también el dejado a “la Trinidad, que cuida a la negrita, ración doble y a cada uno de sus hijos 3 reales de por vida”. Asimismo, dejó otro legado al hijo del pintor Goya, Javier de Goya y Bayeu (diez reales diarios de por vida) y otros a buena parte de sus criados.[55]

La duquesa de Alba falleció repentinamente en 1802, a los cuarenta años, en su Palacio de Buenavista de Madrid, víctima de una fiebre. La última exhumación de su cuerpo, realizada en 1945 con motivo de hacerle la autopsia descartaron los rumores de envenenamiento por parte de Godoy y la reina[56], comprobándose que había fallecido de una meningoencefalitis de origen tuberculoso.

 

Por otro lado, Luis de Eguilaz alude al destierro sufrido en Sanlúcar por el torero Jerónimo José Cándido (Chiclana de la Frontera, Cádiz, 1770 - Madrid, 1839), hijo del también torero gaditano José Cándido Expósito y notable matador de toros de la época, que gozó de gran popularidad y prestigio a finales del siglo XVIII y primeras décadas del XIX. Tras dilapidar el patrimonio familiar junto a su tutor, y bajo el patrocinio de José de la Tixera, Cándido ingresó en la cuadrilla del célebre Pedro Romero. Sus habilidades para el toreo le llevaron pronto a figurar en primera fila.

Su toreo era ecléctico, reuniendo la seriedad de la escuela rondeña y la alegría de la sevillana. Como los demás toreros, sufrió la prohibición de los toros por Carlos IV (1805-1807), pero a partir de 1808 su nombre reaparece en Madrid, toreando las nuevas corridas organizadas por José I. Recorrió con éxito las principales plazas de España, pero una afección reumática le obligó a retirarse en 1812, regresando a Andalucía donde descansó dos años. En 1816 reapareció en los ruedos, aunque muy mermado de facultades, si bien continuó toreando hasta que se retiró en 1824.[57]

No se han localizado noticias certeras que corroboren este destierro de Jerónimo José Cándido en Sanlúcar y sus posibles causas, que tampoco Eguilaz acierta a expresar, aunque pudo residir en Sanlúcar hacia 1812, cuando se retiró de los ruedos para aliviar sus dolencias reumáticas. Sí sabemos que el chiclanero estuvo en Sanlúcar, al final de su carrera, hacia 1824, ya arruinado, cuando se le concedió, para su supervivencia, “un modesto empleo en el resguardo de sales de Sanlúcar de Barrameda, hasta que en 1830 fue nombrado director de la Escuela de Tauromaquia de Sevilla.”[58], fundada aquel año por Fernando VII, cargo que cedió a su cuñado y maestro Pedro Romero, tras una famosa carta de protesta del anciano rondeño. Cándido fue nombrado entonces profesor auxiliar, dejando una importante huella en esta escuela, pues tuvo como discípulos a Paquiro y Cúchares, entre otros.[59] En 1839 murió en un albergue para pobres de Madrid.[60]

Al torero Jerónimo José Cándido se refiere Eguilaz describiendo el ambiente que encontró en Sanlúcar, donde se le admiraba y en cuya ciudad visitaba con frecuencia las tabernas y mesones donde degustaba la gastronomía propia de Sanlúcar y su vino más singular:

“Allí [en Sanlúcar] pagó con igual pena no sé qué faltas de etiqueta taurina el célebre Cándido, torero dos veces ilustre, que más tarde y por orden expresa de Fernando VII había de regentear una cátedra en la universidad taurómaca de Sevilla, a cuyo frente se hallaba el gran Costillares, de glorioso recuerdo.”

“Cándido se encontró desde el día de su llegada con un ilustrado círculo de amigos y admiradores entre los empleados del matadero, círculo que se fue ensanchando con lo mejorcito de la población, y entre todos y a fuerza de cantes, palmas, mariscos y cañas de manzanilla, le hicieron pasar a tragos los rigores del ostracismo.”

 

 

4.              Altercado entre Tomás de Iriarte y el prior del convento de Capuchinos.

 

Convento de capuchinos de Sanlúcar (Imagen: Guía histórico-artística de Sanlúcar).


Finaliza Luis de Eguilaz su relato narrando una polémica suscitada entre el escritor Tomás de Iriarte y el prior [padre guardián] del convento de Capuchinos de Sanlúcar, apodado Pico de oro, probablemente por su distinguida elocuencia y facultades oratorias, del que no ofrece su identidad. Se trata de una anécdota que, como subraya Eguilaz, había oído de niño en Sanlúcar por boca de sus mayores. Los sermones de este “fraile honrado y virtuoso, aunque ignorante y fanático” tenían fama y, para escucharlos, “subiesen los sanluqueños y sanluqueñas del barrio bajo con un palmo de lengua fuera la empinada cuesta de Capuchinos, mientras los del alto acudían empolvados atravesando largos y arenosos callejones.”

Hallándose Tomás de Iriarte en Sanlúcar, en 1790, el prior del convento de Capuchinos, en una de sus prédicas a sus feligreses, se refirió a Iriarte, definiéndolo como el mismo demonio:

“el demonio había adoptado forma humana: llamábase D. Tomás de Iriarte, y el medio de que se valía para perder a los buenos eran ciertas comedias que elaboraba en su alquitara mental, principalmente una llamada El señorito mimado, que por los sacrilegios, torpezas y deshonestidades de que estaba henchida había merecido el anatema del Santo Tribunal de la Inquisición.

Si el lector puede transportarse por un momento a la época en que este sermón se predicaba, comprenderá perfectamente que, aunque sin sospecharlo, el reverendo prior de Capuchinos acababa de lanzar una sentencia de muerte contra el desventurado poeta, sentencia que confirmó el auditorio con un rugido de indignación y santa ira, que hizo estremecer las bóvedas del templo en que se daba culto al Dios de la misericordia.”

En efecto, horas más tarde marchó un nutrido grupo de sanluqueños hacia la casa de los abuelos de Eguilaz, donde se hospedaba Iriarte, agrupándose en la cuesta de la Caridad con “siniestras intenciones”, pero Tomás de Iriarte, “avisado por un alma caritativa”, había marchado ya hacia el convento de Capuchinos. Allí se entrevistó con Pico de oro y le dijo, apuntándole con una pistola, que se sentara a oír los innumerables pecados que había cometido, según el prior había predicado, todos los cuales se hallaban contenidos en su comedia El señorito mimado:

[…]

“-Nada de gritos, padre, exclamó el caballero sacando del bolsillo de la casaca una pistola amartillada; nada de gritos, y acabemos de una vez. D. Tomás de Iriarte me llamo, a quien habéis señalado como presa al furor de las iras populares; y la confesión que vais a oír y que aquí tengo escrita, es la comedia de El señorito mimado, que sin duda no habéis leído cuando tan mal habláis de ella, siendo como sois un sacerdote virtuoso y amante de la verdad.

Horrorizado el fraile ante la vista del réprobo y del pecaminoso manuscrito, intentó resistir; más habiéndole asegurado de nuevo el poeta que estaba decidido a matarle si no accedía a sus deseos, y matarse después para evitar el subir al patíbulo o ser arrastrado por las calles, dejóse caer sobre un sillón y se dispuso con resignación cristiana a escuchar la lectura de la comedia.

Dio fin ésta sin que por un momento hubiera sido interrumpida.

- Ahora, padre, dijo D. Tomás de Iriarte arrojando lejos de sí las pistolas; en vuestras manos me entrego.

- Déjeme Dios de las suyas, exclamó el fraile sollozando, si por un momento perseverara en el mal camino en que estoy. Perdona, hijo, la ofensa que te hice y el peligro a que te he expuesto por mi ignorancia.

E hincando las rodillas delante del poeta, cogió sus manos y besándola, las mojó con lágrimas de arrepentimiento.”

Al día siguiente, el prior convocó a la feligresía en la “iglesia de los cipreses”, a la que se dirigió en los siguientes términos:

“- Hijos míos, dijo el prior de capuchinos, tan luego como subió al púlpito. Ayer os dije que el demonio moraba en Sanlúcar: hoy tengo que deciros que entre nosotros mora un varón justo y virtuoso, propagador de la más pura moral; un ángel de Dios, que sólo vive para el bien y para difundir las máximas más saludables del Evangelio. Ese hombre, a quien ayer no conocía y anatematizaba de oídas, es D. Tomás do Iriarte: su comedia El señorito mimado, que ayer mañana me era absolutamente desconocida y que anoche he leído, convertirá más pecadores que todos mis sermones juntos. Le he pedido perdón de rodillas por haberle calumniado y señalado al odio de un pueblo, y he obtenido su perdón, porque el verdadero cristiano perdona siempre aún a sus mayores enemigos. Perdonadme vosotros el haber tratado ayer de induciros a error.”

Según Eguilaz, desde que fueron pronunciadas estas “nobles palabras del padre prior de Capuchinos”, hasta el día “en que el gobierno dio por terminado el destierro del poeta, no fueron la duquesita de Alba ni el torero Cándido el ídolo del pueblo sanluqueño: fuélo D. Tomás de Iriarte, a quien aún algunos ancianos de la población conservan en opinión de santo.”

Termina su relato el dramaturgo sanluqueño con una defensa de la tradición oral  como fuente para conservar la historia de los pueblos:

“La tradición oral se borra fácilmente, y dentro de pocos años no quedará en Sanlúcar recuerdo de lo que os he relatado. Un escritor sanluqueño intenta conservarlo: si su narración te ha parecido insípida, perdónalo, lector, como D. Tomás de Iriarte perdonó al prior de Capuchinos.”

 

Cuesta de capuchinos. Obra de Manuel García Rodríguez, 1921.
(Imagen: Catálogo de Setdart, facilitada por Salvador Daza Palacios).


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NOTAS

* Ana Gómez Díaz-Franzón es doctora en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla.

[1] Certificación bautismal trascrita por Manuel Barbadillo, en Luis de Eguilaz (1830-1874). Su vida, su época, su obra., 1964; p. 20. Además de esta biografía de Barbadillo, pueden consultarse otras semblanzas sobre la vida y obra de Eguilaz en Climent Buzón: Hacia el Estado Liberal (1833-1867), Vol. V; págs. 353-358; y en Cantero García (2000), entre otras.

[2] Daza Palacios: “Dos grandes nombres del teatro español: Eguílaz y Luque”, en Las Piletas, N.º 73. (agosto, 2024), pp. 2-7.

[3] “Aniversarios históricos” (Semblanza de Luis de Eguilaz) en La Gran Vía de 20 de agosto de 1893.

[4] Esta faceta de la producción literaria de Eguilaz ha sido estudiada por Cantero García (2000).

[5] Luis Miguel de la Cruz Herranz: “Dámaso Luis María Martínez de Eguilaz”, en Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia.

[7] Se puede acceder a ambos textos en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional y ha sido transcrito en el Anexo de este trabajo.

[9] Álvaro Girón y Jesús Barquín: “Clemente y Boutelou en la Sanlúcar de Terán y Godoy. Botánica, agricultura y mecenazgo”, 2008, p. 178.

[10] “Sobre la introducción del cultivo de la patata, para cuya experimentación [Lucas Marín Cubillos, director de la Económica sanluqueña, junto a algunos amigos] pidió un trozo de baldío a la ciudad [1797-1798] en el que sembrar cien arrobas de papas que nos facilitó la Excelentísima Duquesa de Alba, aquí residente”, por lo que se considera a la duquesa de Alba como mecenas de la “introducción del cultivo de las famosas papas sanluqueñas”. (Juan Alcón Atienza: La Real Sociedad Patriótica de Sanlúcar de Barrameda, el Tratado de las viñas…, 2023, p. 3).

[11] Álvaro Girón y Jesús Barquín: Opus cit., 2008, p, 175.

[12] Rojas Clemente: Ensayo sobre las variedades de la vid común que vegetan en Andalucía, 1807, p. 210.

[13] Citado por González Bueno y García Guillén: “Lapiedra Lag., nuevas luces sobre un epónimo oculto. en torno a las relaciones botánicas entre María Josefa La Piedra, Simón de Rojas Clemente y Mariano La Gasca”. Flora Montiberica, Nº. 86, 2023 p. 14.

[15] Ibidem, p. 16.

[17] “Lapiedra martinezii”, en Wikipedia; y “María Josefa de la Piedra”, en Fábrica de la memoria (14 de agosto de 2013). https://fabricadelamemoria.com/maria-josefa-la-piedra/ 

[18] Véase, por ejemplo, los trabajos de Cabral Chamorro: “El Jardín botánico Príncipe de la Paz de Sanlúcar…, 1995; o Rubén Sánchez Cáceres: “Trabajos del científico ilustrado Simón de Rojas Clemente y Rubio en Sanlúcar de Barrameda (1803-1809).” En Cartare, N.º 3, 2013; o Girón Sierra y Barquín Sanz (2008).

[19] Carta de Josefa de la Piedra a Simón de Rojas Clemente (Sanlúcar, 28 de julio de 1820). (Antonio González Bueno & Esther García Guillén: Opus cit., p. 15).

[20] Carta de Josefa de la Piedra a Rojas Clemente (Sanlúcar, 17 de noviembre de 1826). (Antonio González Bueno y Esther García Guillén: Opus cit., 2023, p. 16.

[21] Sobre Francisco de Paula Rodríguez, puede consultarse Gómez Díaz-Franzón: “Vida y legado del ilustrado Francisco de Paula Rodríguez (1755-1811)”, 2004.

[22] Carta de Rojas Clemente a su padre, fechada en Cádiz, 5 de julio de 1803. No está documentado que esta primera residencia de Rojas Clemente en Sanlúcar, en 1803, fuese la casa de Francisco Terán, como sí lo está durante su segunda estancia en la ciudad, en 1807. (Álvaro Girón, 172; y F. Martín Polo: “Sobre la correspondencia de Simón de Rojas Clemente”, III. En Flora Montiberica, nº 15, 2000, pp. 33-37.

[23] F. Martín Polo: “Sobre la correspondencia de Simón de Rojas Clemente”, V. En Flora Montiberica, nº 19, 2001, p. 2.

[26] Antonio González Bueno y Esther García Guillén: Opus cit., p. 13.

[27] Por ejemplo, por Real Orden de 18 de julio de 1850, en un gesto de castigo, el Gobierno destinó a Manuel Pavía y Lacy, Marqués de Novaliches al cuartel a Canarias; pero esta disposición quedó en suspenso por otra Real Orden de 7 de agosto de 1850 que le autorizaba a establecerse en Cádiz, con residencia en Sanlúcar de Barrameda. De aquí, haciendo valer su carácter de senador, regresó a Madrid, en febrero de 1851, con motivo de la apertura de las Cortes. (Emilio de Diego García “Manuel Pavía y Lacy”, en Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia).

[28] Tomás de Iriarte marchó a Madrid en 1764, como también hicieran sus hermanos Bernardo y Domingo, para estudiar a los clásicos con su tío Juan de Iriarte, erudito de la Biblioteca Real, traductor de la Secretaría de Estado y miembro de la RAE y de la de San Fernando. Tomás aprendió francés e inglés, se inició en el griego, perfeccionó el latín y cultivó la música. A la muerte de su tío en 1771, Tomás le sucedió como traductor de la Secretaría de Estado y en 1776 obtuvo el puesto de archivero del Consejo Supremo de la Guerra. Se convirtió en el poeta más famoso de la corte siendo su obra más famosa Fábulas literarias, publicada en 1782. Fue protegido por el conde de Floridablanca. Mantuvo una larga relación profesional y de amistad con la condesa-duquesa de Benavente. Compuso el célebre poema La Música en 1779, que obtuvo fama internacional. Falleció en Madrid a punto de cumplir los 41 años. (Ángel L. Prieto de Paula; “Tomás de Iriarte”, en Diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia).

[29] Jesús Pérez-Magallón: “Biografía de Tomás de Iriarte” Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (sin fecha) http://www.cervantesvirtual.com/portales/tomas_de_iriarte/biografia/

[30] Emilio Cotarelo y Mori: Iriarte y su época. Madrid, 1897, p. 384.

[31] Jesús Pérez-Magallón: “Biografía de Tomás de Iriarte”. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (sin fecha) http://www.cervantesvirtual.com/portales/tomas_de_iriarte/biografia/

[32] Ángel L. Prieto de Paula; “Tomás de Iriarte”, en Diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia. (en línea).

[34] Colección de obras en verso y prosa de D. Tomas de Yriarte. Tomo VIII. Madrid, Imprenta Real, 1805. [Contiene la comedia El don de gentes y la zarzuela Donde menos se piensa salta la liebre, entre otras].

[35] Gómez Díaz-Franzón: “Vida y legado del ilustrado Francisco de Paula Rodríguez…”, 2024.

[36] Jesús Pérez-Magallón: “Biografía de Tomás de Iriarte”. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

[37] Cotarelo y Mori: Opus cit., p. 388.

[38] Juan Antonio Alonso Cuesta, y José Pallarés Moreno, José (Ed.): Tomás de Iriarte: Guzmán el Bueno. Escena trágica unipersonal con música en sus intervalos. Edición facsímil. Instituto de Estudios campogibraltareños, 1999, p. 17.

[39] Ibidem, p. 16.

[40] Pallares Moreno, José: “Iriarte y Sanlúcar: Guzmán el Bueno”. En Sanlúcar de Barrameda, n° 30, 1994.

[41] Fernando Cruz Isidoro: “Francisco Juanete, pintor de Cámara de la Casa Ducal de Medina Sidonia (1604-1638)”. Laboratorio de Arte, Nº 11, Universidad de Sevilla, 1998.

[42] Nicolás de la Cruz y Bahamonde (conde de Maule): Viage de España, Francia e Italia, Volumen 14. Cádiz, Imprenta de Manuel Boch, 1813., pp. 126-127. 

[43] Alonso Cuesta y José Pallarés: Opus cit., 1999, p. 9.

[44] Marcelino Menéndez Pelayo: Obras completas.Biblioteca de traductores españoles”. 4 Vols. Santander: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1952-1953; p. 246.

[45] Se refiere a la hacienda de la Jara, propiedad entonces de Francisco de Paula Rodríguez. Al respecto puede consultarse Gómez Díaz-Franzón: “Vida y legado…”, 2024.

[46] María del Pilar Teresa Cayetana de Silva Álvarez de Toledo y Silva-Bazán. XIII Duquesa de Alba (Madrid, 1762 – 1802). Hija de los duques de Huéscar. Contrajo matrimonio en 1775, a los trece años, con su primo, José de Toledo y Gonzaga y Pérez de Guzmán, duque de Fernandina, hijo de los marqueses de Villafranca y futuro duque de Medina Sidonia, quien usaría el título de duque de Alba con preferencia a los que le correspondían por su sangre. Cayetana, rras la muerte de su padre y abuelo, se convirtió en 1776 en la XII duquesa de Alba.

[47] El primer viaje de la familia Holland (Elizabeth Vassall y su esposo Henry Richard Fox, III Lord Holland) a España se extendió entre noviembre de 1802 a marzo de 1805. (Lady Holland y George Eliot: La España del siglo XIX).

[49] Tomás Gutiérrez Larraya: Goya. Su vida. Sus obras. Barcelona, 1928.  p. 64

[50] Ibidem, p. 70.

[51] David Martín López: “Santa Cueva, Cádiz”, en Identidad de la imagen de Andalucía en la Edad Moderna. Universidad de Almería. https://www2.ual.es/ideimand/santa-cueva-cadiz/

[52] “Cuando Goya hace testamento en 1812, se cataloga una pintura grande de la Duquesa de Alba de negro, en un paisaje de una playa en el Coto de Doñana, y en el anillo se encuentra una licencia amorosa o un sueño, con los nombres de Goya y Alba, y en la arena escribe solo Goya…”. (. www.barbozagrasa.es/goya-y-la-duquesa-de-alba-madrid-1795-sanlucar-1797/

[53] Gutiérrez Larraya: Opus cit.

[55] Este reparto de los bienes de la duquesa motivó “…que su sucesor en el ducado de Alba sólo recibió una treintena de cuadros de su magnífica colección, tras el largo proceso que la familia Fitz-James inició contra los herederos mencionados.” (José Luis Sampedro Escolar: “María del Pilar Teresa Cayetana Silva y Álvarez de Toledo”, en DBRAH https://dbe.rah.es/biografias/8257/maria-del-pilar-teresa-cayetana-silva-y-alvarez-de-toledo/

[56] Murió el verano pasado supuestamente envenenada; su médico y varios criados de confianza están en la cárcel y sus propiedades han sido confiscadas durante su juicio, pero por quién y por qué razón fue administrada la dosis es hasta ahora desconocido. Ella era muy guapa, popular, y por atraer a la mejor sociedad era objeto de celos de quien es sumamente poderosa [reina María Luisa], acusada por algunos de haberla envenenado. Pero de esta historia, oída imperfectamente de la princesa Santa Croce y Mr. Merry [embajador británico en París], mientras estaba en París, no voy a decir más de momento hasta que obtenga detalles más fidedignos de Madrid. (Lady Holland y George Eliot: La España del siglo XIX vista por dos inglesas…, p 105).

[58] “Jerónimo José Cándido”, en Wikipedia. (Datos extraídos de Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana-Espasa).

[60] José Luis Ramón Carrión: Opus cit.


***


ANEXO


EL POETA EL FRAILE.

Memorias del tiempo de Carlos IV.

l.

Orillas del Guadalquivir, donde la soberbia del gran rio, engendrada con la humildad de sus afluentes, encuentra término en la inmensidad del Atlántico, allí vi la luz primera, y aprendí de boca de los que eran viejos cuando yo niño, los sucesos que voy a relataros.

Alzase sobre las barrancas que el rio y la mar embravecidos formaron en inmemorial cataclismo, la antiquísima ciudad de Sanlúcar de Barrameda, visitada en época para nosotros prehistórica, por Amnon el fenicio, descendiendo por rápidas pendientes a la playa y desarrollándose en su extensa llanura. Viñedos por esta parte, huertas por la otra, naranjales acá, arboledas allá, selvas inmensas de pinos en lontananza, dilatadas y tristísimas marismas en los límites del horizonte, esto y el mar que se extiende con anchurosa grandeza, es lo que la vista abarca desde la gran torre romana o cartaginesa del castillo del Albaicín, erigido en la Edad Media alrededor de dicha torre por el poder señorial de los Guzmanes.

II.

Corrían los menguados años del reinado de Carlos IV, no sé bien si los últimos del pasado siglo, si los primeros del presente, que a precisarlo no alcanza la tradición oral hasta mí llegada: y esa Sanlúcar de Barrameda, que un día vio partir la tercera expedición de Colon y ostenta en sus armas la nao Victoria, rincón oscuro y escondido en el último confín de Andalucía, pueblo alejado del humano trato por su casi absoluta falta de comunicaciones, y por lo tanto, lugar indicado de destierro para unos gobernantes, si suspicaces y arbitrarios, dulces en el castigo y benévolos en la represión, no sabré deciros si por miedo, si por natural efecto de carácter. Ello es que la risueña Sanlúcar, la templada y abundante ciudad del Lucero, era por los tiempos de que voy hablando la Siberia española, donde unas veces el capricho de María Luisa, otras el mal humor de Godoy, nunca la voluntad del pobre hombre que se sentaba en el trono, confinaban a todo aquel que hubiera osado hacer o pensar algo que no estuviese en completa consonancia con las ideas tenidas por sanas en aquella corte, que de todo menos de sana tenía.

Allí purgó con algunos años de destierro la duquesita de Alba, de galante memoria, no obstante su belleza inmortalizada por Goya, el crimen de haberse negado a servir una jícara de chocolate a Manolito; y aún hay en mi pueblo natal algún gitano viejo que se ufana con haber sido sacado de pila por sus blancas y aristocráticas manos. Allí pagó con igual pena no sé qué faltas de etiqueta taurina el célebre Cándido, torero dos veces ilustre, que más tarde y por orden expresa de Fernando VII había de regentear una cátedra en la universidad taurómaca de Sevilla, a cuyo frente se hallaba el gran Costillares, de glorioso recuerdo.

Allí, por último, entre otros muchos menos dignos de especial mención, vino a sufrir condena, ignórase por qué delito, si de intención, si de palabra, D. Tomás de Iriarte, antor de las populares Fabulas literarias, que empezó a regenerar nuestro teatro con El señorito mimado, La señorita mal criada y El don de gentes, y fue, para acabar, el precursor y acaso el maestro de D. Leandro Fernández de Moratín.

III.

Nadie en Sanlúcar extrañó que la duquesa de Alba acudiese, como era regular, a los bailes de gitanos, ni que fuese la comadre o madrina de todos los flamencos de la comarca, cosa propia a la sazón en los de su elevada clase, si no fueron algunos hidalguillos de gotera, que desdeñados por la gran señora, sostenían sin sombra de justicia que ésta debía preferir su trato al de los hijos de Egipto; pero los frailes y demás gente sensata de la población se pusieron de parte de la duquesa, y aún hay quien dice si murmuraron o no de que el favorito desterrara a una señora, tan llana, sólo por no haber querido servirle chocolate. Cándido se encontró desde el día de su llegada con un ilustrado círculo de amigos y admiradores entre los empleados del matadero, círculo que se fue ensanchando con lo mejorcito de la población, y entre todos y a fuerza de cantes, palmas, mariscos y cañas de manzanilla, le hicieron pasar a tragos los rigores del ostracismo. En cuanto a los demás desterrados, gente de menos importancia, se confundieron bien pronto entre el vulgo de los vecinos de la ciudad, sin que nadie parase mientes en su presencia. Al que le ocurrió algo que no fue lo que le pasaba a la bella duquesita, ni al ilustre torero, fue al pobre poeta D. Tomás de Iriarte, que en todo lugar y tiempo la soga quiebra por lo más delgado.

IV.

Hay en la esquina de la cuesta de la Caridad y calle del mismo nombre, frente a la iglesia en que se rinde culto, bajo esta hermosa advocación a la Virgen María, un caserón antiguo, que conozco a palmos, porque en él habitaba mi difunta abuela materna, doña María Josefa de la Piedra, en cuya compañía he pasado largas temporadas de mi niñez. No sé si en esta casa, o en la que hoy forma la parte principal del palacio que habitan los ilustres e ilustrados duques de Montpensier, dio larga hospitalidad más tarde mi abuelo D. Juan Antonio Martínez de Eguilaz a Rojas Clemente, Abadía (Alí-Bey el Abasí), y otros eminentes naturalistas que acudían a Sanlúcar, más que a estudiar su naciente jardín de aclimatación, fundado por Godoy, a deshacer duda acerca de la flora andaluza con el trato de mis abuelos, tan competentes en botánica como los primeros sabios de su tiempo.

Allí escribió el inmortal Rojas Clemente su célebre Tratado de la vid, dando de mano para ello a un infructuoso trabajo sobre los musgos de Irlanda, y produciendo un libro útil y ajeno a vanas teorías, inspirado en las ideas prácticas de mi abuelo, que contaba como sus mayores timbres de gloria la introducción de una variedad de uva, que aún hoy de su apellido se llama martiniega, la extensión del cultivo de la papa o patata y la aclimatación del plátano en Andalucía, algunas de cuyas civilizadoras conquistas se ve escritas en la losa de su sepulcro, a la manera que en los de los héroes de la guerra se mencionan las batallas que ganaron. Más, perdona, lector, si estos nobles recuerdos de ascendientes, con que me enorgullezco, me hacen olvidar el antiguo caserón frontero a la iglesia de la Caridad, donde aún creo que no te he dicho que a su llegada a Sanlúcar se aposentó el ilustre desterrado D. Tomás de Iriarte.

Leyendo o escribiendo muchas veces en el mismo gabinete en que solía hacerlo el gran fabulista español, a tiempo en que las campanas de la iglesia vecina lanzaban al espacio sus vocingleras y atronadoras lenguas en alegre repique, involuntariamente he prorrumpido en el mismo apóstrofe que les dirigió Iriarte en cierta ocasión:

“Campanas, ¡oh! si con vos

cargara el diablo a dos manos,

que matáis a los cristianos,

en son de alabar a Dios.”

Estos y algunos versos más son el único recuerdo que en sus obras he encontrado de su destierro a orillas del Guadalquivir: me equivoco; su comedia El don de gentes está localizado en la Jara, hermoso y pintoresco pago, que desde Sanlúcar, siguiendo la playa, se dirige a Chipiona, ya por las barrancas elevadas, ya aprovechando los pliegues del terreno y extendiéndose por la llanura hasta los parajes que el mar oculta en las mareas vivas. La escena de El don de gentes pasa en la quinta, hoy llamada de D. Francisco de Paula, que entonces pertenecía a D. Francisco Rodríguez, hombre ilustrado y generoso, que dedicó su fortuna entera a fomentar la instrucción pública.

Allí, o muy cerca de allí, la corriente impetuosa del rio se estrella por un lado contra las negras masas de rocas de la barra, mientras que las olas del Océano van a reventar en ellas por el otro, saltando de ambas partes torrentes de espuma en medio de ese estrépito majestuoso, voz solemne que sólo tienen las costas bravas y las grandes tempestades. Acaso Iriarte, como yo, vio allí en medio de alguna, sepultarse un buque en los abismos del Atlántico después de hacerse pedazos contra la barra; y acaso por lo que los tristes recuerdos halagan el triste corazón del desdichado, fue éste el único sitio de aquella amena campiña a que el poeta cortesano tributó un recuerdo en sus obras.

He agotado las memorias que de la estancia del célebre huésped en mi pueblo natal han llegado a mi noticia. Tiempo es ya de contaros la anécdota que da título a estos renglones.

V.

Nadie ha sabido decirme cómo se llamaba, por el tiempo de que me ocupo, el reverendo padre prior de capuchinos de Sanlúcar; no obstante, según fama, ser apellidado por entonces Pico de oro. Dada la alta reputación del prior anónimo, ninguno extrañará que en el año innominado que corría y en el día en que ocurre el suceso de que voy a hablar, digno de mención, sólo porque el susodicho padre predicaba en la iglesia de su convento, subiesen los sanluqueños y sanluqueñas del barrio bajo con un palmo de lengua fuera la empinada cuesta de Capuchinos, mientras los del alto acudían empolvados atravesando largos y arenosos callejones.

Era el prior X, o séase  pico de oro, fraile honrado y virtuoso, aunque ignorante y fanático por lo que toca a la parte moral, y en lo que a la material hace relación, pintábanlo los que lo alcanzaron como hombre membrudo, si bien demacrado por el cilicio y la maceración, y ostentando luenga, poblada y canosa barba, que hasta la cintura le caía. Con tales condiciones, no deberá parecer extraño al lector, que en unos tiempos como los de Carlos IV llevase el entusiasmo al pecho del auditorio, y fuera el tipo más acabado que los sanluqueños de entonces pudieron soñar en letras sagradas y en lo que a la sazón se tenía por elocuencia en la cátedra del Espíritu Santo.

¿Por qué a las primeras palabras del santo varón la respiración se suspende en todos los pechos, y no puede salir de ellos sino entrecortada y en forma de sollozos y gemidos? ¡Ay! Que los sanluqueños acaban de oír de la boca de Pico de oro, que el demonio, a quien creían entregado pacíficamente a sus habituales tareas en el fondo del infierno, espantando moscas con el rabo en las oficinas de Pedro Botero, ha dejado el cavernoso antro y vive en medio de un pueblo piadoso y cristiano, que se llama Sanlúcar de Barrameda. ¿Qué interés ha movido al enemigo malo a efectuar este cambio de domicilio? Pervertir al pueblo más discreto del mundo, que al decir del prior, ducho en achaque de devociones, lo era sin duda alguna aquel a quien se dirigía. ¿Quién era el diablo, en qué lo conocerían para hacerle la cruz o exterminarle, si ocasión se presentaba propicia, y de qué medios se valdría para tentar a los que tan resueltos se hallaban a resistir las tentaciones? A todo contestaba el reverendo padre sin vacilar: el demonio había adoptado forma humana: llamábase D. Tomás de Iriarte, y el medio de que se valía para perder a los buenos eran ciertas comedías que elaboraba en su alquitara mental, principalmente una llamada El señorito mimado, que por los sacrilegios, torpezas y deshonestidades de que estaba henchida había merecido el anatema del Santo Tribunal de la Inquisición.

Si el lector puede trasportarse por un momento a la época en que este sermón se predicaba, comprenderá perfectamente que, aunque sin sospecharlo, el reverendo prior de Capuchinos acababa de lanzar una sentencia de muerte contra el desventurado poeta, sentencia que confirmó el auditorio con un rugido de indignación y santa ira, que hizo estremecer las bóvedas del templo en que se daba culto al Dios de la misericordia.

VI.

Momentos después, avisado por un alma caritativa, D. Tomás de Iriarte abandonaba precipitadamente su morada de la calle de la Caridad, convencido de la poca que le era dado prometerse de los sanluqueños. Huir de la ciudad era imposible cosa, cuando un mandato absoluto le confinaba en ella; y permanecer dentro de su recinto equivalía a entregarse solo e inerme al furor de un pueblo fanático. ¿Qué hacer en tan crítica situación? El valor sereno, la confianza de sí mismo y el ingenio del poeta resolvieron esta cuestión del modo inesperado que el lector verá en el discurso de estos renglones.

VII.

La noche comenzaba a descender; y mientras grupos de aspecto siniestro y más siniestras intenciones iban reuniéndose en la cuesta de la Caridad, un caballero que llevaba un rollo de papeles bajo el brazo y ocultaba las manos en los grandes bolsillos de su casaca. atravesaba a grandes pasos la desierta esplanada que se extiende delante de Capuchinos, haciendo sonar con aire resuelto el esquilón de la portería del convento.

-¿Quién es? gritó desde dentro con poco amistoso tono la voz de un lego.

-Deo gratias, contestó el caballero con acento humilde.

-A Dios sean dadas. ¿Qué se le ofrece a estas horas? repuso el lego cada vez peor humorado.

-Ver al padre prior, hermano.

-¿Al padre prior? Si busca limosna, la comunidad es pobre y a duras penas puede soportar el gasto de la sopa que reparte. Vuelva mañana con una olla y llevará algo de lo que ahora no podía dársele.

-Abra, hermano, la mirilla de ese portón, y verá que más trazas tengo de hacer limosna a una comunidad mendicante, que de pedirle que parta conmigo la que de los buenos cristianos recibe.

No sólo la mirilla, sino cada ojo como el de un buey, amén de la puerta de par en par, abrió el buen lego al oír tales razones; y examinando su interlocutor a la luz del candil, creyó tenerlas de sobra para hacerle entrar en la portería y correr a la celda del reverendo a darle cuenta de la visita del misterioso caballero.

VIII.

Un momento después el desconocido, guiado por el hermanuco, penetraba en la austera celda prioral, cuya puerta cerró tras él discretamente el reverendo padre, ganoso, sin duda, de evitar al portero incurrir aquella noche en pecado de curiosidad.

-¿Qué me quiere, hermano? Diga su cuita, si la tiene, o lo que a mi le trae; que delante está de quien sólo desea servir al prójimo. que es servir al Señor, dijo el prior en tono grave y mesurado apenas quedó solo con el caballero.

-Padre, contestó éste, en ello habéis dado; consuelos busco para mi conciencia; que soy un gran pecador, y de vuestra paternidad vengo a reclamarlos.

-Habla, hijo mío.

-Grandes culpas he cometido, padre, aunque hasta hoy no lo sospechaba; y en ellas de tal suerte he perseverado por mi ignorancia, que con razón hasta temo si será tarde para alcanzar la divina clemencia.

-Nunca tarde se llega a Dios, ni nunca en vano su piedad se implora, si la súplica viene acompañada de arrepentimiento. Habla, hijo. ¿Qué puedo hacer por ti?

-Oírme en confesión, si es que no os horroriza la enormidad de mis pecados, dijo en tono solemne el caballero.

-¿Horrorizarme? He asistido en sus últimos momentos a grandes criminales, a terribles salteadores de caminos, que contaban por docenas los robos y los asesinatos. ¿Qué puedes tú haber hecho que a los hechos de éstos se asemeje?

-¡Ay, padre! Si sólo tuviera que acusarme de unas cuantas docenas de robos y muertes, con harta más tranquilidad me presentara a vuestra reverencia, que ya sé que es conjunto de cristianas virtudes y me absolvería en nombre del que perdonó a sus matadores.

Al oír tales palabras en boca de un hombre de aspecto y modales distinguidos y cuyo exterior anunciaba un completo caballero, el reverendo padre, a pesar de no ser de los de ánimo menos firme, no pudo menos de dar un paso atrás, como quien trata de precaver algún riesgo; pero tranquilizado por el aire contrito del que como tan gran criminal se anunciaba, repúsose, y repuso dando a su voz el tono más dulce que en los registros de su garganta pudo encontrar:

- “Dios es infinitamente misericordioso y el agua de la contrición y la penitencia lava la mancha de toda culpa”. Híncate de rodillas y confiesa tus pecados.

-El relato de ellos es más largo de lo que vuestra paternidad puede presumir; y siéndome imposible retenerlos en la memoria, traígolos escritos en estos papeles, cuya lectura voy a confiar a vuestra paternidad en secreto le confesión.

Y asiendo del rollo que debajo del brazo llevaba, mostrólo al prior, que asustado de la magnitud del manuscrito exclamó con voz mal segura:

-¿Posible es que un hombre sólo haya cometido tantas culpas cuantas pueden venir escritas en este protocolo? Loco estás, hijo, o eres el mismo demonio en persona.

-Disteis en ello, padre mío, contestó nuevamente el caballero: el demonio en persona soy, según esta misma tarde habéis dicho.

-¡Vade retro!

-Nada de gritos, padre, exclamó el caballero sacando del bolsillo de la casaca una pistola amartillada; nada de gritos, y acabemos de una vez. D. Tomás de Iriarte me llamo, a quien habéis señalado como presa al furor de las iras populares; y la confesión que vais a oír y que aquí tengo escrita, es la comedia de El señorito mimado, que sin duda no habéis leído cuando tan mal habláis de ella, siendo como sois un sacerdote virtuoso y amante de la verdad.

Horrorizado el fraile ante la vista del réprobo y del pecaminoso manuscrito, intentó resistir; más habiéndole asegurado de nuevo el poeta que estaba decidido a matarle si no accedía a sus deseos, y matarse después para evitar el subir al patíbulo o ser arrastrado por las calles, dejóse caer sobre un sillón y se dispuso con resignación cristiana a escuchar la lectura de la comedia.

IX.

Dio fin esta sin que por un momento hubiera sido interrumpida.

- Ahora, padre, dijo D. Tomás de Iriarte arrojando lejos de si las pistolas; en vuestras manos me entrego.

- Déjeme Dios de las suyas, exclamó el fraile sollozando, si por un momento perseverara en el mal camino en que estoy. Perdona, hijo, la ofensa que te hice y el peligro a que te he expuesto por mi ignorancia.

E hincando las rodillas delante del poeta, cogió sus manos y besándola, las mojó con lágrimas de arrepentimiento.

X.

Al siguiente se notaba un movimiento desusado entre los pacíficos habitantes de Sanlúcar, que la noche anterior no habían conseguido encontrar al demonio en su casa de la cuesta de la Caridad. Corría de boca en boca que Pico de oro, que sólo subía al púlpito de Ramos a Pascuas, o si se quiere de higos a brevas, no obstante haber predicado la víspera, volvería a doctrinar al pueblo aquella tarde con un motivo dado, que todo el mundo ignoraba.

La población entera afluyó a la iglesia de los Cipreses, llena de deseo de escuchar la palabra del reverendo, y un si es no es ansiosa de conocer la causa que a tan gran abuso de sus facultades oratorias le movía.

- Hijos míos, dijo el prior de capuchinos, tan luego como subió al púlpito. Ayer os dije que el demonio moraba en Sanlúcar: hoy tengo que deciros que entre nosotros mora un varón justo y virtuoso, propagador de la más pura moral; un ángel de Dios, que sólo vive para el bien y para difundir las máximas más saludables del Evangelio. Ese hombre, a quien ayer no conocía y anatematizaba de oídas, es D. Tomás de Iriarte: su comedia El señorito mimado, que ayer mañana me era absolutamente desconocida y que anoche he leído, convertirá más pecadores que todos mis sermones juntos. Le he pedido perdón de rodillas por haberle calumniado y señalado al odio de un pueblo, y he obtenido su perdón, porque el verdadero cristiano perdona siempre aun a sus mayores enemigos. Perdonadme vosotros el haber tratado ayer de induciros á error.

Éstas, poco más o menos, fueron las nobles palabras del padre prior de Capuchinos. Desde que las pronunció hasta el día en que el gobierno dio por terminado el destierro del poeta, no fueron la duquesita de Alba ni el torero Cándido el ídolo del pueblo sanluqueño: fuélo D. Tomás de Iriarte, a quien aún algunos ancianos de la población conservan en opinión de santo.

XI.

La tradición oral se borra fácilmente, y dentro de pocos años no quedará en Sanlúcar recuerdo de lo que os he relatado. Un escritor sanluqueño intenta conservarlo: si su narración te ha parecido insípida, perdónalo, lector, como D. Tomás de Iriarte perdonó al prior de Capuchinos.

 

Luis de Eguílaz

Madrid, 1870.


*** 

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